martes, 21 de agosto de 2012
lunes, 13 de agosto de 2012
miércoles, 8 de agosto de 2012
examen
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PIERRE BOURDIEU.
Pierre Bourdieu. Intelectual
del siglo xx
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El concepto de habitus de Pierre Bourdieu y el estudio de las
culturas populares en México
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Patricia Safa Barraza
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CIESAS Occidente
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En la
actualidad, el tema de la globalización es controvertido y el de la
diversidad cultural, muy complejo. Ambos se encuentran relacionados y su discusión
se vuelve central para el estudio de las culturas populares. Desde ciertas
posiciones, la velocidad de los cambios actuales nos exige comenzar de nuevo
y dudar de viejos conceptos, repensar perspectivas teóricas y ser inventivos
en las estrategias metodológicas. Para otros, en contraste, la globalización
es tan vieja como lo es el afán expansionista del mundo occidental, primero
bajo el ropaje del colonialismo y el imperialismo, y ahora arropado en el
neoliberalismo y la "mundialización" de la cultura (Ortiz 1994 y
1996); es decir, lo que predomina en esta discusión son los desacuerdos y no
los consensos. Este trabajo se propone reflexionar sobre la diversidad
cultural contemporánea a la luz del concepto de habitus propuesto por
Pierre Bourdieu, para introducir en esta discusión la pregunta sobre cómo se
construyen las relaciones de poder en el remolino de la complejidad cultural
contemporánea.
El estudio de las culturas populares: distintos puntos de partida
El mundo
contemporáneo se caracteriza por su complejidad. Se han trastocado las
economías mundiales, los flujos culturales se han intensificado y los
territorios no son como solíamos pensarlos. Por lo mismo, se afirma que el
principal reto es romper con el encapsulamiento de los objetos de estudio y
la mirada acostumbrada de "lo popular", ya que la
"otredad" se ha transformado (Augé 1995). Como lo que predomina
"es la sensación de que todos estamos en un mismo mundo con sus
implicaciones económicas y políticas" (Ulf Hannerz 1998), parece que
deberíamos aceptar la pérdida de la integridad de las culturas. En esta
discusión se cuestionan dos tradiciones que han abordado el estudio de la
cultura: la antropología y las perspectivas gramscianas.
Uno de
los aportes más importantes de la antropología fue la apología del relativismo
cultural, que sostiene que todas las sociedades y grupos sociales poseen
una cultura a partir de la cual se construye el sentido y la cohesión, lo que
permitía entender su permanencia en el tiempo (véase Kahn 1975). Fue una
tradición que legitimó el reconocimiento de la diversidad cultural entre los
pueblos, pero que también pensó al binomio pueblo-cultura como un todo
integrado y coherente.
La
antropología se definió como disciplina a partir del estudio de la alteridad
construida desde parámetros etnocéntricos, muchas veces al servicio del
colonialismo, con base en los cuales se definió lo extraño y distinto como
"primitivo" o "tradicional". Si bien celebró el
relativismo cultural, también legitimó el establecimiento de relaciones
asimétricas de asimilación y subordinación (Pratt 1999). Lo anterior fue
duramente criticado sobre todo por los llamados "posmodernos", que
pusieron en tela de juicio la llamada "objetividad" científica de
los textos etnográficos que no consideraban la posición y perspectiva del
autor en sus descripciones (véase Clifford y Marcus 1986; Geertz, Clifford y
otros 1991; y Rosaldo 1991). Lo popular, en este sentido, ha sido una
construcción arbitraria, es decir, histórica, de los mismos antropólogos para
explicar la diversidad cultural que permanece en la modernidad. El discurso
sirvió para legitimar tanto la vocación intervencionista de los países
centrales como los cantos del nacionalismo de los llamados países del tercer
mundo que vieron en lo popular sus raíces y especificidad, pero que, en el
presente, requerían su incorporación al mestizaje, base del desarrollo
(García Canclini 1989).
La
tradición gramsciana, en cambio, concebía como un problema político la
fragmentación y diversidad de las culturas populares (Gramsci 1970); también
celebraba su existencia como una manifestación de resistencia (Satriani
1978). A diferencia de la antropología, que desdibujó las relaciones de poder
en la construcción de la alteridad, desde el marxismo lo popular se
definió como lo subalterno; es decir, como una relación de poder que se
construye en oposición a lo hegemónico (véase Cirese 1979). En este caso, la
crítica surge por la unilateralidad del análisis al definir el poder como
fatal omnipresencia o, por el contrario, por la exaltación de lo popular en
virtud de su capacidad subversiva (véase Willimas 1980).
La
dicotomía acostumbrada, subalterno-hegemónico, dejó de funcionar cuando las
fronteras territoriales y sociales perdieron claridad gracias al movimiento
de personas, culturas y mensajes. Sin embargo, el tema del poder, y el de las
desigualdades socioculturales, sigue siendo central, si no queremos caer en
la tentación de ver la globalización sólo como un difusionismo radical en el
que el estudio del poder se diluye. Como algunos autores señalan, la
globalización es un fenómeno parcial porque "no es de todos ni para
todos" (Garretón 1999). Por ello, para el estudio de las relaciones de
poder que se construyen en la cultura no hay que olvidar la propuesta de
Pierre Bourdieu.
El habitus de clase y las prácticas de distinción
Podríamos
decirlo de un modo aparentemente paradójico: si bien la obra de Bourdieu es
una sociología de la cultura, sus problemas centrales no son culturales. Las
preguntas que originan sus investigaciones no son: ¿cómo es el público de
museos? o, ¿cómo funcionan las relaciones pedagógicas dentro de la escuela?
Cuando estudia estos problemas está tratando de explicar otros, aquellos
desde los cuales la cultura se vuelve fundamental para entender las
relaciones y las diferencias sociales (García Canclini 1986: 9).
Para
explicar la manera en que se construyen las relaciones de poder, Bourdieu
investiga cómo se articula lo económico y lo simbólico. Para este autor, las
clases se distinguen por su posición en la estructura de la producción y por
la forma como se producen y distribuyen los bienes materiales y simbólicos en
una sociedad. La circulación y el acceso a estos bienes no se explica sólo
por la pertenencia o no a una clase social, sino también por la diferencia
que se engendra en lo que se considere como digno de transmitir o poseer. La
cultura hegemónica se define como tal por el reconocimiento arbitrario, social
e histórico de su valor en el campo de lo simbólico. Por lo mismo, la
posesión o carencia de un capital cultural que se adquiere básicamente en la
familia permite construir las distinciones cotidianas que expresan las
diferencias de clase. Es decir, en la medida en que existe una correlación
entre posición de clase y cultura, dos realidades de relativa autonomía, las
relaciones de poder se confirman, se reproducen y renuevan.
El
habitus es el concepto que permite a Bourdieu relacionar lo objetivo (la
posición en la estructura social) y lo subjetivo (la interiorización de ese
mundo objetivo). Este autor lo define como:
Estructura
estructurante, que organiza las prácticas y la percepción de las prácticas
[...] es también estructura estructurada: el principio del mundo social es a
su vez producto de la incorporación de la división de clases sociales. [...]
Sistema de esquemas generadores de prácticas que expresa de forma sistémica
la necesidad y las libertades inherentes a la condición de clase y la diferencia
constitutiva de la posición, el habitus aprehende las diferencias de
condición, que retiene bajo la forma de diferencias entre unas prácticas
enclasadas y enclasantes (como productos del habitus), según unos principios
de diferenciación que, al ser a su vez producto de estas diferencias, son
objetivamente atribuidos a éstas y tienden por consiguiente a percibirlas
como naturales (1988b: 170-171).
Es
decir, y como Néstor García Canclini me explicó como maestro que dominaba el
pensamiento de Bourdieu y comprendía la complejidad de su lenguaje, el
habitus es:
a) Un
sistema de disposiciones duraderas, eficaces en cuanto esquemas de
clasificación que orientan la percepción y las prácticas más allá de la
conciencia y el discurso, y funcionan por transferencia en los diferentes
campo de la práctica.
b)
Estructuras estructuradas, en cuanto proceso mediante el cual lo social se
interioriza en los individuos, y logra que las estructuras objetivas
concuerden con las subjetivas.
c)
Estructuras predispuestas a funcionar como estructurantes, es decir, como
principio de generación y de estructuración de prácticas y representaciones.
Los
diversos usos de los bienes culturales, afirma Bourdieu, no sólo se explican
por la manera como se distribuye la oferta y las alternativas culturales, o
por la posibilidad económica para adquirirlos, sino también, y sobre todo,
por la posesión de un capital cultural y educativo que permite a los sujetos
consumir asistir y disfrutar las alternativas factibles. Para este autor,
condiciones de vida diferentes producen habitus distintos, ya que las
condiciones de existencia de cada clase imponen maneras de clasificar,
apreciar, desear y sentir lo necesario. El habitus se constituye en el origen
de las prácticas culturales y su eficacia se percibe "[...] cuando
ingresos iguales se encuentran asociados con consumos muy diferentes, que
sólo pueden entenderse si se supone la intervención de principios de
selección diferentes" (1988b: 383): los gustos de "lujo" o
gustos de "libertad" de las clases altas se oponen a los
"gustos de necesidad" de las clases populares. La complejidad de
este pensamiento, Néstor García Canclini (1986) la esclarece al describir los
fundamentos que sostienen la propuesta:
1)
[...] las prácticas culturales de la burguesía tratan de simular que sus
privilegios se justifican por algo más noble que la acumulación material
[...] Coloca el resorte de la diferenciación fuera de lo cotidiano, en lo
simbólico y no en lo económico, en el consumo y no en la producción. Crea la
ilusión de que las desigualdades de clase no se deben a lo que se tiene, sino
a lo que se es. La cultura, el arte y la capacidad de gozarlos aparecen como
"dones" o cualidades naturales, no como resultado de un aprendizaje
desigual por la división histórica entre las clases (p. 19).
2) La
estética de los sectores medios. Se constituye de dos maneras: por la
industria cultural y por ciertas prácticas, como la fotografía, que son
características del "gusto medio". El sistema de la "gran
producción" se diferencia del campo artístico de élite por su falta de
autonomía, por someterse a demandas externas, principalmente a la competencia
por la conquista del mercado (p. 19).
3) ...
Mientras la estética de la burguesía, basada en el poder económico, se
caracteriza por "el poder de poner la necesidad económica a
distancia", las clases populares se rigen por una "estética
pragmática y funcionalista". Rehúsan la gratuidad y futilidad de los
ejercicios formales, de todo arte por el arte. Tanto sus preferencias artísticas
como las elecciones estéticas de ropa, muebles o maquillaje se someten al
principio de "le elección de lo necesario", en el doble sentido de
lo que es técnicamente necesario, "práctico", y lo que "es
impuesto" por una necesidad económica y social que condena a las gentes
"simples" y "modestas" a gustos "simples" y
"modestos" (pp. 20-21).
Con la
introducción del concepto de habitus, Bourdieu busca explicar el proceso por
el cual lo social se interioriza en los individuos para dar cuenta de las
"concordancias" entre lo subjetivo y las estructuras objetivas Para
él, la visión que cada persona tiene de la realidad social se deriva de su
posición en este espacio. Las preferencias culturales no operan en un vacío
social, dependen de los límites impuestos por las determinaciones objetivas.
Por ello, la representación de la realidad y las prácticas de las personas
son también, y sobre todo, una empresa colectiva:
[...]
las regularidades que se pueden observar, gracias a la estadística, son el
producto agregado de acciones individualmente orientadas por las mismas
restricciones objetivas (las necesidades inscritas en la estructura del juego
o parcialmente objetivadas en las reglas) o incorporadas (el sentido del
juego, él mismo desigualmente distribuido, porque hay en todas partes, en
todos los grupos, grados de excelencia) (Bourdieu 1988a: 71).
Sin
embargo, esta exposición de las mediaciones entre lo económico y lo cultural,
que es lo que lleva a analizar las relaciones de poder, tan convincente y
acabada, ¿nos permite explicar las discordancias entre condiciones objetivas
y aspiraciones personales? Esta pregunta es ineludible para profundizar en la
relación entre diversidad cultural y desigualdades sociales.
Las culturas populares y la diversidad cultural
La
homogeneización cultural es afín a la globalización por ser un fenómeno que
busca ser totalizador e incluyente, aunque parcial (no es de todos o para
todos). Esta inclusión, sin embargo, es etnocéntrica porque subsume las
diferencias al modelo de modernidad occidental. Como fenómeno parcial, se
destaca la acción de actores por excelencia de la globalización, como son los
migrantes transnacionales, los organismos de regulación internacional y los
empresarios del mundo (Castells 1999). En este proceso, los medios de
comunicación han tenido un papel protagónico para la distribución de mensajes
y productos culturales que forman parte de nuestra vida cotidiana, lo que ha
permitido, desde la perspectiva de algunos autores, "la construcción de
un imaginario mundial" y la "democratización" de la cultura
cuando la alteridad y lo popular se fusionan (Ortiz 1996).
Por
otra parte, es necesario reconocer que "lo popular" supone la
diferencia y la fragmentación; por lo mismo, si bien la
"modernidad-mundo" se basa en el consumo individualizado, se
requiere estudiar las estrategias diferenciales de apropiación de estos
productos culturales y las nuevas formas en las que se construye "la
distinción" y el "gusto masificado". Ulf Hannerz (1998), por
ejemplo, propone no pensar a las culturas populares como
"indefensas" frente a la globalización; como consumidores pasivos
de objetos y productos "chatarra" o de desecho de los países
avanzados. Aunque "existen antenas de televisión en todo el mundo",
señala, lo importante es estudiar cómo se ejerce esta influencia, por qué
ciertos productos viajan mejor que otros, y la manera como la gente, las
organizaciones y las comunidades también usan estos medios para difundir y
dar a conocer sus propios movimientos y opciones culturales. Aquí puede
resultar de especial relevancia la propuesta de Bourdieu para explicar cómo
se construyen las relaciones de poder desde la cultura. Su propuesta nos
obliga a cuestionar los efectos de la publicidad y preguntar sobre la
influencia de los medios de comunicación en las audiencias no en relación con
los mensajes que buscan transmitir, sino por el modo como las personas
consumen ciertos objetivos o manifiestan, por ejemplo, sus preferencias
televisivas.
Para
Bourdieu, los cambios y transformaciones de los modelos culturales y de
valores no son el resultado de sustituciones mecánicas entre lo que se recibe
del exterior y lo propio, entre las tradiciones y las costumbres del lugar de
origen y el nuevo contexto que se encuentra gracias a la migración (Bourdieu
1999). Considera que no cambian al mismo ritmo las estructuras económicas y
las disposiciones culturales. Coexisten, afirma, tanto a nivel individual
como colectivo. Para comprender los procesos de adaptación, sugiere estudiar
esta coexistencia de las nuevas condiciones y las disposiciones adquiridas
con anterioridad. Explica, por ejemplo, cómo las relaciones de parentesco, de
vecindad y de camaradería tienden a reducir el sentimiento de imposición de
una arbitrariedad que sienten los migrantes cuando carecen de control sobre
sus nuevas condiciones de vida, cuando buscan trabajo, vivienda o educación
para sus hijos. En el remolino que engendra el traslado, los migrantes están
obligados a innovar e inventar prácticas que les permitan adaptarse. Para
Bourdieu, el habitus es el principio generador de éstas, pero de acuerdo con
las coyunturas y las circunstancias en contextos específicos (Bourdieu y
Wacquant 1995: 90). Es decir, nos alerta a no olvidar los límites que imponen
las condiciones objetivas, y las negociaciones que las personas establecen
con sus propias tradiciones y costumbres.
William
Rowe y Vivian Schelling (1993), por ejemplo, para explicar la diversidad
cultural que se construye a partir de las desigualdades sociales, recuerdan
que lo popular "se vio condicionado en una forma determinante por su
posición en la periferia del sistema capitalista mundial" (p. 63), lo
que generó grandes disparidades al interior de las sociedades dependientes.
Lo popular, casi siempre identificado con lo rural o lo tradicional, en el campo
y en la ciudad, con la migración no desaparece, por el contrario,
"condujo al surgimiento de complejas formas mixtas de vida social,
caracterizadas por la articulación de elementos precapitalistas y
capitalistas" (op. cit.: 64). En el caso de México, el
crecimiento urbano de las grandes ciudades permitió la incorporación de
antiguos pueblos y barrios a la mancha urbana, lo que no condujo al
exterminio de formas de organización comunitaria, instituciones y prácticas
como las fiestas del santo patrón que cada año convocan a la población a
refrendar la identidad local y, a partir de este eje, negociar sus
condiciones de vida (ver Safa 1998).
En esta
misma línea, Néstor García Canclini (1989) cuestiona las delimitaciones
claras entre lo tradicional y lo moderno, y pone en entredicho la separación
arbitraria entre lo culto, lo popular y lo masivo, ya que no se halla
"donde nos habituamos a encontrarla" (p. 14). Propone "generar
otro modo de concebir la modernización latinoamericana: más que como una
fuerza ajena y dominante, que operaría por sustitución de lo tradicional y lo
propio, como los intentos de renovación con que diversos sectores se hacen
cargo de la heterogeneidad multitemporal de cada nación" (op. cit.:
15). En este contexto de cambios y reacomodos característicos del mundo
contemporáneo, la diversidad no sólo permanece, sino, gracias a la cercanía,
es más evidente y cotidiana. Por lo mismo, es una época en la que las
culturas populares se manifiestan en ropajes muy diversos y, a veces en tensión,
se fortalecen los sentimientos nacionales, étnicos e identitarios.
Un
pensamiento similar lo desarrolla Ulf Hannerz (1992) cuando propone pensar
tanto la autonomía como el desdibujamiento de las fronteras entre las
culturas como "un asunto de grado y no como un hecho", ya que
"si la cultura no es un todo integrado tampoco se encuentra
desintegrada". Sería un grave error pensar que "las culturas
populares" se encuentran moribundas y en vías de extinción gracias a los
intentos de homogeneización que la mundialización de la cultura promueve; por
el contrario, se entremezcla con lo moderno no como algo ajeno y extraño, o
como reminiscencias del pasado. Ni la cultura popular ni las identidades individuales
o colectivas son estáticas o ahistóricas; por el contrario, se construyen y
reconstruyen en el movimiento que provoca la migración, por la exposición
cotidiana a los mensajes transmitidos por los medios de comunicación, por la
generalización y acceso a la educación, y sobre todo porque están vivas. Si
bien es válida la crítica a muchos movimientos locales que se articulan a la
identidad comunitaria y a las tradiciones "por su olor a pasado, por su
pesadez, por ser la base de nuevos fundamentalismos, por su cuota de
exclusión y localismo" (Ortiz 1996), no hay que olvidar que se activan
porque persisten, o se profundizan, las desigualdades sociales y culturales.
Las culturas populares: en desventaja pero contemporáneas
En
suma: la globalización unifica e interconecta, pero también se estaciona de
maneras diferentes en cada cultura. Quienes reducen la globalización al
globalismo, a su lógica mercantil, sólo perciben la agenda integradora y
comunicadora. Apenas comienzan a hacerse visibles en los estudios
sociológicos y antropológicos de la globalización su agenda segregadora y
dispersiva, la complejidad multidireccional que se forma en los choques a
hibridaciones de quienes permanecen diferentes. Poco reconocidas por la
lógica hegemónica, las diferencias derivan en desigualdades que llegan en
muchos casos hasta la exclusión (Néstor García Canclini 1999: 4).
En este
ejercicio, considero que el concepto de habitus de Bourdieu no sólo continúa
vigente, sino que su preocupación por el estudio del poder en la cultura es
ineludible. Las ciudades, más que las zonas rurales; los sectores de las
clases altas y medias, con mejor nivel educativo y recursos económicos y
educativos, más que los sectores populares; los "cosmopolitas" y
menos los "espectadores" del mundo, acompañan mejor a la
globalización y a la "mundialización" de la cultura. La migración
legal e ilegal expone a estos sectores a nuevos panoramas culturales. En
ellos se insertan de acuerdo con sus propios patrones y tradiciones
culturales, y también, como afirma Bourdieu, en una posición de subordinación
y fragilidad por el racismo, el maltrato y la discriminación.
Considero
dudosa la "democratización" de la cultura que la globalización
fomenta cuando algunas manifestaciones de "lo popular" entran en el
circuito cultural mundializado como ejemplo de "lo exótico". En el
mundo contemporáneo, la diversidad cultural no es sinónimo de pluralidad. La
"diferencia", vinculada a condiciones de desigualdad, dibuja el
rostro de una multiculturalidad jerarquizada, fragmentada y excluyente. Lo
anterior permite pronosticar un futuro poco alentador para los sectores más
desfavorecidos de la sociedad. Esto es así, como señala Bourdieu, porque la
cultura importa como un asunto que no es ajeno a la economía y a la política.
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